11.6.02

Para que nada cambie

Lo comprobó una vez más, desesperado. De nuevo, el círculo medía trescientos cincuenta y cuatro grados en lugar de trescientos sesenta. El censor supremo estaría al caer, y esa anomalía, la pérdida de un grado de cada sesenta, podía costarle la expulsión de la Perfecta Amalgama Euclídea. Entonces se le ocurrió. Por primera vez entendió el sentido del extraño instrumento que su padre, sumo geómetra del Círculo, le había entregado antes de expirar. Lo verificó, y sí, los grados del artefacto albergaban sesenta y un minutos, no sesenta. Con él, los círculos volvían a medir trescientos sesenta grados. Estaba salvado.

Albert Rossell

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