29.6.02

Limousines y ketchup

Se había acostumbrado a los muebles caros, a las buenas comidas y a las formas rotundas de las rubias despampanantes que le rodeaban. Le gustaba la actitud servil del enjambre de pelotas que pululaba a su alrededor, y alternar la limousine negra de hoy con la blanca de mañana. Así viven los reyes del hampa. Pero el calendario se cumplió inexorablemente. El voluntarioso rodaje terminó justo el día previsto y se encontró de nuevo al lado del teléfono comiendo patatas con ketchup, esperando otra llamada, sin saber siquiera si la película se iba a estrenar, ni cuántos alquileres debía ya.

Albert Rossell
Chorros de agua

Probablemente no irán de vacaciones este verano, viven lejos del mar y no hay cerca ninguna piscina municipal. Pero hace calor, y se aburren. Por eso cada tarde se van al centro comercial a jugar con los chorros de agua que emergen del suelo. Un grupo de niños invade el espacio que alguien diseñó con intención artística. Algunos con chancletas, otros descalzos, la mayoría con monokinis que quizá usaron antes sus hermanos mayores, varios simplemente desnudos. Pasan corriendo alocados sobre los chorros, los taponan con los pies, chillan, juegan con el agua. Y yo en la oficina, mirando el reloj.

Albert Rossell
Malabarista positivo

Pone el sombrero boca arriba en el suelo y empieza a hacer que floten en el aire las bolas de colores. Aunque está cansado y hace frío, sonríe. Se muestra inmune a los comentarios soeces con que los gamberros ocasionales se refieren a su material de trabajo. Y agradece con gestos profesionales pero de apariencia espontánea los tintineos de las pocas monedas que, poco a poco, van llenando el sombrero. Pero sobre todo sonríe, sigue sonriendo todo el tiempo, inmensamente feliz. Esta tarde, antes de salir a la calle, ha empezado a salirle una figura nueva, con una bola más.

Albert Rossell

27.6.02

Un último esfuerzo

Es viernes. Bajo el porche, al amparo del sol inclemente del Congo, la directora de la escuela habla con una alumna adolescente. La conmina a estudiar cada día si quiere aprobar el examen de estado. Y le recuerda que el presupuesto de su ONG no cubre las tasas de dicho examen, éstas corren por su cuenta y si no se apura no podrá presentarse. La alumna le responde que no se preocupe, el próximo lunes traerá el dinero. La directora sabe que aquel fin de semana su alumna, como tantas otras, se prostituirá. Como las otras veces, asiente en silencio...

Albert Rossell

26.6.02

Cerveza y comida de lujo

Muchas veces había pasado llamadas a los de cocina fuera de horario. A menudo llamaban a casa o a la novia cuando el suboficial no estaba, y yo no me chivaba. Me agradecían que fuera un telefonista condescendiente, pero no sabían cómo demostrármelo porque a mí no me gusta la cerveza, lo único que podían pasarme a escondidas. Un día el cocinero llamó a la centralita, me dijo que el gastador de servicio me haría llegar la bandeja de comida que supervisaba directamente el coronel, la mejor del acuartelamiento. Tras unos minutos llegó la bandeja. En la ensalada había bichitos.

Albert Rossell
El precio justo

A Guillermo le compraban todos los cromos que quería. A mí no, pero aprovechando al máximo mis ahorros, las ayuditas de mi abuela, y mi habilidad para el “tengui, falti”, iba completando poco a poco la colección. En el recreo Guillermo sacó un mazo de más de ochocientos “repes”. Sonrió al ver que yo sólo tenía diecinueve. Y se burló con descaro cuando se los cambié todos por el ciento tres. Impasible, guardé el cromo todo el día entre las páginas de un libro. Ya en casa lo pegué muy cuidadosamente. Me dormí con el álbum completo en las manos.

Albert Rossell
Negocios en los cielos

Se había abierto paso en la vida a empujones. Se jactaba de que, engañando a Dios y a su madre que está en los cielos, había llegado muy alto en el sector de la construcción. Dirigía sus negocios desde un rascacielos y decía que jugar al monopoly era de gilipuertas, que él ya tenía su cadena de hoteles de verdad. Murió repentinamente al derrumbarse la sede central de su holding. Al parecer, los materiales de construcción eran defectuosos. Días después, en un acto de homenaje, su viuda proclamó que ese hombre valía su peso en oro. Lo había mandado incinerar.

Albert Rossell

25.6.02

Bicicletas (I. Mis padres)

Yo no tenía bici porque mis padres decían que podía hacerme daño y que no era formativo, pero descubrí que mis amigos guardaban las suyas en un aparcamiento subterráneo. Desde entonces, aunque casi siempre tuviera que seguir corriendo y sudando tras ellos, tenía a mi favor la hora de la siesta. Aprovechaba ese tiempo de sueño y silencio para colarme en el aparcamiento y practicar. Nunca me pillaron, ni siquiera cuando me caí y rompí un faro. Un día, un amigo me prestó su bici delante de mis padres. Se maravillaron de que su niño gordo y torpe supiera montar.

Albert Rossell
Bicicletas (II. Mi abuelo)

Mi abuelo era bastante peculiar, muy impulsivo. Cuando se enteró de que su nieto se sostenía sobre dos ruedas, salió disparado con su coche, un viejo dos caballos de segunda mano pintado de purpurina plateada. Volvió antes de una hora con una bicicleta inimaginable, de un color gris tan parecido al cemento como todo su aspecto, incluyendo el peso. Nunca supe de dónde la sacó. En su inconsciencia, no se daba cuenta de la tesitura en que ponía a mis padres. Por fortuna, éstos transigieron. Y yo corrí a enseñarles mi nueva bicicleta a mis amigos, sin importarme sus burlas.

Albert Rossell
Cañas

Me iba a buscarlas cerca del río. Las cortaba primero longitudinalmente, después las seccionaba. Luego las esparcía por el suelo del cobertizo y trabajaba con los papeles finos de envolver, conseguidos con paciencia. Yo también tenía mis cometas. No tan resistentes ni tan bonitas, pero también volaban. Aquel día mi padre le enseñó el cobertizo a una mujer. Llevaba un abrigo de pieles. Se lamentó del olor a cola. Examinaron cada rincón. Pisotearon inadvertidamente todas mis cañas... Quería gritarles, reprenderlos, pero una opresión en el pecho me lo impidió. Aquel día no cené. Había descubierto que yo no me gustaba.

Albert Rossell

22.6.02

Castigo divino

Mi padre no se había arrodillado en la iglesia. Quizá Dios le castigaría por su pecado, aunque Dios sabía, seguramente, que mi padre no podía arrodillarse desde el accidente en el tranvía. La monja no venía y seguíamos esperando, sentados en el pequeño muro del patio de la clínica donde hacía la rehabilitación. Entonces oí a mi espalda aquel ruido atronador y agudo. Durante unos instantes, sólo sentí el sobresalto. Pensé que Dios venía a por mi padre, pero él se reía a carcajadas. “¿Ya no te acordabas del tren, eh?” –me dijo–. Aún hoy no soporto los silbatos.

Albert Rossell
La pandilla de Joaquín

Los de la pandilla de Joaquín eran un poco raros, a veces le daban miedo. Pero Bernabé quería ser su amigo porque tenían una cabaña en un árbol. Un día le dijeron que podía ir. Cuando llegó no había nadie, así que decidió trepar y esperar en la cabaña. Allí abrió un baúl en el que halló siete cajitas etiquetadas. Sólo la última estaba vacía. Oyó que llegaban los otros mientras iba leyendo las etiquetas y comprobando el contenido: pata de conejo, cola de lagarto, alas de mosca, pico de jilguero, cabeza de sapo, cola de perro, oreja de Bernabé.

Albert Rossell
El demonio rojo

Era el demonio. Pero nadie parecía darse cuenta porque, aunque la tienda estaba muy llena, todos miraban a la señora Remedios, que despachaba con parsimonia detrás del mostrador. Yo, en cambio, harto de recordarle a mamá que me estaba aburriendo, cansado de tirar de su falda sin resultado, miraba a todas partes. Así descubrí al demonio, agazapado tras unas cajas. Roja la cara, espeluznantes los cuernos, bajito. De repente se fijó en mí y lanzó un aullido que me dejó desprotegido, solo. Por suerte, en lugar de atacarme desapareció de forma inesperada en la trastienda. Soñé con él muchas veces.

Albert Rossell
El asesino

Los bailes de máscaras eran perfectos. Y también los grupos numerosos, había sido muy fácil introducirse en el círculo. Llevaba toda la semana practicando con el cuchillo, enfundado en el disfraz de Dark Vader. Le encantaba la espada luminosa, pero el arma real la llevaría oculta bajo la capa. Elegir la víctima sería lo más excitante. Llamó a la puerta y un mayordomo lo hizo pasar a un salón desierto y en penumbra. Allí esperó, incomodado, algunos minutos. Entonces entraron los demás. Llevaban todos idéntico disfraz. La misma capa negra, la misma máscara de la muerte. Y la misma guadaña.

Albert Rossell
Catálogo sacrílego

Sentí remordimientos después de fornicar con aquella mujer caritativa en el callejón. Pero ella me explicó que venía de parte de Dios y que toda la tierra que sobresale del mar es en verdad el Arca de Noé... Noé nunca desembarcó. Ahora su familia ha crecido demasiado y hay que podarla. Me mostró el catálogo, estructurado en secciones: ateos, infieles, impúdicos, irrespetuosos... Mas había tantos que yo no sabía por quién empezar. Me dijo que encontraría la lista en su vientre. Por eso lo abrí, pero entonces Lucifer envió luces y trompetas. Deberé buscar en otro vientre los nombres sacrílegos.

Albert Rossell
Ratón de luz

Cansado de estudiar, observé el pequeño resplandor que mi reloj proyectaba en la pared. Empecé a moverlo. Primero la muñeca, luego la mano, al final el brazo entero. El ratoncillo luminoso se desplazaba como loco en todas direcciones. Se movía muy rápido. Demasiado. Sospeché que su itinerario no se correspondía del todo con mis gestos. Poco a poco, comprobé que así era. Al llegar a ese convencimiento me quedé helado, noté que el pelo se me erizaba en la nuca. Busqué un asidero racional. Quizá no había tenido en cuenta el espejo a mi espalda. Me volví. Estaba completamente negro.

Albert Rosell

20.6.02

Las máscaras

Una noche oí unos ruidos muy misteriosos que venían del comedor.
Fui rápidamente hacia allí y vi cuatro máscaras pequeñas de color negro y con caras bonitas y alegres flotando en el aire perseguidas por una gran máscara también negra pero con una cara horrible y triste.
Al momento salí corriendo a toda velocidad por el pasillo.
Corrí y corrí con todas mis fuerzas.
Después vi las cuatro máscaras pequeñas avanzándome.
Luego la gran máscara me golpeó con fuerza en el hombro y dijo:
-TÚ PARAS.
Entonces empecé a reir con ganas.
Desde entonces cada noche jugamos los seis juntos.

Sergi Cebrián

17.6.02

Caducidad

No. No me parece un dechado de perfección la recombinación genética, ni la existencia de células haploides y diploides. Se trata únicamente de un juego de azar desmesurado. No confío en que una parte de nosotros siga viva en nuestros eventuales hijos. Es justamente al revés. Nosotros no somos sino el envoltorio, los esclavos, de unos genes que constituyen lo único que realmente está vivo, lo único que se reproduce con aceptable fidelidad. Mientras estos ludópatas impenitentes perduran, nosotros jugamos a ser importantes y trascendentes sin querer admitir nuestra evidente caducidad. Y todo porque sólo nos tenemos a nosotros mismos.

Albert Rossell

15.6.02

Asociaciones

Procuro exprimir mi mente para encontrar cada día ideas más sugerentes, exponerlas de la forma más cautivadora, hallar palabras más precisas y connotaciones más sutiles, y descubrir asociaciones no estrictamente racionales ricas en significados ocultos. A veces ensayo también el método inverso, abro mi espíritu al todo sin forzar mis pensamientos, espero que caiga del cielo el maná intelectual y emocional. Pero en esta mi andadura hacia el infinito existe una carencia que no puedo compensar incrementando mi escasa erudición, ni rebuscando en mi interior, ni esperando siempre lluvias que no llegan. Sencillamente, yo no me llamo Jorge Luis Borges.

Albert Rossell
La muesca

El anillo tenía una muesca. Fue una lástima, porque Sergio era lo bastante guapo y bueno como para enamorarla, y lo bastante canalla como para seducirla durante mucho tiempo. Pero estaba la muesca. La vio apenas abrió el estuche, entregado con un leve temblor en las manos. Desafiante. Insultante. Y parecía aumentar de tamaño cuanto más se fijaba en ella. A pesar de la fineza del diseño, y de la distinción del brillo, y aunque él se lo había regalado con húmeda ilusión en la mirada, el anillo estaba mellado. Tarado. Como las otras veces. No podía casarse con Sergio.

Albert Rossell
Sueños perfectos

Tengo un amigo cuyo sueño sería poder pasearse solo, vestido con un traje completamente blanco, al igual que los zapatos, el sombrero de copa y el bastón, por una reluciente mansión de su propiedad en el centro de cuyo centelleante salón central presidiría la vida un piano de cola inmaculado, de una albura superior a la pureza misma.

Mi sueño, en cambio, se parecería más a comerme una manzana en público, a mordiscos, ruidosamente, disfrutando hasta de los dos hilos jugosos que serpentearían desde las comisuras de mis labios. Y que a nadie le importase.

Con todo, somos excelentes amigos.

Albert Rossell
Ando perdido

Ando perdido y en la búsqueda a veces encuentro a quienes me guian hacía mi.
Unas veces estos encuentros me dejan al limite de mis energias, más cuando estoy con ellos no veo la manera de seguir mi camino errático. Mi sino es el continuo movimiento en la búsqueda de alguién que aún no conozco y que mucho me temo aún me queda mucho por buscar.
En fin.... unos se pierden entre las fauces de un televisor o se difuminan en un partido de futbol.... otros por mucho que buscamos no encontramos (de momento) nuestro lugar. Dulce amargura, ¿me encontraré algún día?.

Rob-TM

12.6.02

Decisiones

Mi padre, tan joven y bueno, como todos sus amigos siempre repetían, había muerto entre otras cosas porque, cansado ya de tanta y tan absurda tontería, lo había decidido, sabiendo que no habría marcha atrás, puesto que nada tenía sentido si no tenía su siempre ansiada libertad y, por eso, por eso, y puesto que nada tenía sentido si no tenía mi siempre ansiada libertad, sabiendo que no habría marcha atrás, lo había decidido, de tanta y tan absurda tontería ya cansado, porque entre otras cosas había muerto, como todos mis amigos siempre repetían, tan joven y bueno, mi padre.

José David Flores

11.6.02

Para que nada cambie

Lo comprobó una vez más, desesperado. De nuevo, el círculo medía trescientos cincuenta y cuatro grados en lugar de trescientos sesenta. El censor supremo estaría al caer, y esa anomalía, la pérdida de un grado de cada sesenta, podía costarle la expulsión de la Perfecta Amalgama Euclídea. Entonces se le ocurrió. Por primera vez entendió el sentido del extraño instrumento que su padre, sumo geómetra del Círculo, le había entregado antes de expirar. Lo verificó, y sí, los grados del artefacto albergaban sesenta y un minutos, no sesenta. Con él, los círculos volvían a medir trescientos sesenta grados. Estaba salvado.

Albert Rossell
Sincronismo perverso

Mi vecina es de una puntualidad germánica. Cada día, entre las ocho y las ocho y cinco, exhibe a través de la ventana de la cocina sus carnes abundantes, deliciosas. Lo descubrí tras una gripe intestinal; tuve una diarrea tan aguda que, después, no evacué durante varios días. Luego mi ritmo volvió a la normalidad, y cada día a las ocho los retortijones, como un reloj suizo, me conducen inexorablemente al mismo lugar, desde donde no puedo verla. Procuro ir deprisa, pero con los nervios no hay manera. Tengo que conformarme imaginándola mientras mi esfínter se resiste a la dilatación.

Albert Rossell

4.6.02

El único

No comprendió nada cuando se la llevaron. Aún no sabe cómo soportó, en aquel cuartucho hediondo, el desfile interminable de uniformes. El último soldado escrutó, con deseo largamente acumulado, su cuerpo desnudado con urgencias brutales. Y se conformó con que le masturbara. Ella, aunque vagamente conmovida por su compasión, no tuvo ánimos para agradecérsela; tal vez más adelante... Pero hoy, después de sobrevivir inexplicablemente a aquel horror, le considera un cerdo como los demás que no quiso mezclar sus fluidos con los de otros. De hecho, es el único cuya cara recuerda y al que quizás un día pueda delatar.

Albert Rossell
¿Qué se dice?

Ante la mirada aprobadora de mi abuela, cogí la chocolatina de la señora Anita. La desenvolví. La introduje de golpe en mi boca. Y ahí comenzó mi apuro, porque la abuela empezó a insistir: “¿Qué se dice? ¿Qué se dice?”, pero yo no lo recordaba. Y mientras trataba de hallar un espacio para la palabra en mi boca rellena de chocolate, deambulé desesperado por los corredores grises de mi memoria, buscando la respuesta en algún recoveco. Finalmente encontré algo... ¡”Buen provecho!”, dije, advirtiendo al instante mi error. Sin embargo, la risa de ambas mujeres delató que se sentían suficientemente gratificadas.

Albert Rossell
La alarma

A veces me aburro. Viajo sin rumbo en el metro, dejo pasar el tiempo. Los otros pasajeros, en cambio, consultan su reloj, jadean ansiosos. Entonces pienso en tirar de la alarma. Imagino el frenazo, las maldiciones, la espera en el túnel, el enojo de todos estos impacientes. No lo hago, claro, sólo lo imagino... Aunque me duele que no reconozcan mi contención, mi deferencia para con ellos. En ocasiones acerco la mano a la alarma, después la alejo, y observo cómo me miran. Parecen molestos, reprobadores, nadie me lo agradece. Tal vez debería mostrarles qué les ocurre a los ingratos...

Albert Rossell
Vivo

Intento abrir los ojos pero no puedo. Escucho las voces de los que me quieren y noto como las lagrimas llueven sobre mi cara. Quiero llorar, quiero gritar, pero mi lengua se escabulle por el camino incorrecto. Noto la brisa y ese olor que solo pueden venir del mar. Se que si lo toco, si lo siento todo volverá a ser como antes. Mis piernas no se mueven, los brazos me rechazan. No estoy dormido, aún sigo despierto. Pensé que así era la muerte, pero yo todavía estoy vivo. Y es que este no es el final, es mi principio.

Eli H.G.