La chica dorada
Llamaron a la puerta a eso de las diez de la mañana de un sábado soleado. Estaba solo. Acerqué una silla y me subí para ver por la mirilla. Mi madre siempre me advertía que preguntara quién es, que no abriera a desconocidos. Pero me atraían demasiado los ojos melancólicos, ojerosos, la piel pálida, el aspecto desamparado de la chica que vi al otro lado. A través de alguna ventana en la escalera, la luz la iluminaba como una aparición dorada. La reconocí al instante. Bajé de la silla y abrí la puerta sin precaución. “Buenos días, Tristeza”, le dije.
Albert Rossell
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